La música es la misma de lunes a viernes. Odiosa, en loop. Nos duele, nos incomoda. Sale violentamente desde el altavoz de nuestro celular y antes de que abramos bien los ojos, nos sumerge en ese mar de responsabilidades: la escuela, el trabajo, los trámites, las cuentas. No importa el uniforme, hay que salir a la cancha.
La música también es la misma los sábados por la mañana. Pero, por alguna razón, suena bien diferente. Nos gusta, nos ilusiona. A veces, incluso, ni siquiera hace falta. Un beso de mamá o la caricia de nuestra pareja se adelantan y nos desayunan con el plan que fantaseamos toda la semana: ponernos los botines, el short, la camiseta o el buzo. No importa el uniforme, hay que salir a la cancha.
En Liga de Veteranos, este cálido libro de Fernando Raluy, nunca llueve en los sueños de viernes por la noche. Acá, los niños de piel dura, vuelan como pájaros y bajan planetas con el empeine. Todo huele a ratisalil y eucalipto. Queda desnuda la humanidad.
Ahora, en el celular, suena y resuena la frase de un audio tan viral como indiscutible, aunque la lluvia o las nubes digan lo contrario: “Hay tremendo solcito para jugar al fútbol. Déjense de joder”.
Por Juan Claudio Castro.
Habrá un momento en la vida en que recibirás la invitación “para jugar para los veteranos” (sic) y vas a adentrarte en un submundo cuasi desconocido, con reglas propias pero no del todo claras en el que conviven, muchas veces en una tensa armonía, tres grandes grupos de jugadores.
Los que soñaron fervientemente ser jugadores profesionales pero no llegaron por diferentes motivos.
Los que sí llegaron pero una lesión, una botella o malas decisiones truncaron “una carrera espectacular que tenía por delante”, aunque ya es tarde para saber si hubiera sido así.
Y los de relleno o los que son necesarios para llegar a los once, a veces con mucha voluntad pero escasas condiciones técnicas y un estado físico que aventura un infarto en el primer pique corto o al atarse los cordones de parado.
Uno que llega a la canchita en un auto alemán. Otro que se toma un Uber y aquel que avisa que llega sobre la hora porque el bondi está tardando más de la cuenta. Todos forman parte de este universo que nos resulta tan ajeno hasta que llegamos a vivirlo desde adentro de un vestuario o de la cancha. O desde la tribuna (si existiera) o agarrado del alambrado (ídem)
Un flaco y otro que dejó de serlo hace rato.
El colectivero de una línea del conurbano profundo que llega con su camisa celeste comparte el banco de madera con un médico que aconseja una buena entrada en calor al tiempo que diferencia la distensión de un desgarro, mientras en el aire flota una densa y ahogante atmósfera de Aceite Verde Esmeralda. Todo esto bajo la atenta mirada de aquel que en cuero, pantalón corto, zapatos y un cigarrillo en la comisura de sus labios, observa la escena con aire de superioridad desde una punta del vestuario.
A este hermoso, improvisado y desafiante hábitat es imposible describirlo en unas pocas líneas. Las camisetas, la pelota (¿cómo…no la traías vos?), botines con tapones de aluminio en una cancha sin pasto. Cabezas con pelos y otras sin rastros. Físicos moldeados por modernas máquinas de un gimnasio y físicos que pagaron todo el año pero fueron dos semanas porque tenía pileta. ¿Quién arma el equipo? Tengo un amigo que está haciendo el curso de técnico, si quieren le digo que venga.
El autor nos invita a adentrarnos en este libro para comenzar a descubrir un gran universo, que al igual que el Big Bang, aún continúa en expansión.
Por Hugo Lamadrid.
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